La quinta película de Mel Gibson es puro Mel Gibson. Pocos autores quedan actualmente dentro del sistema que consigan levantar expectación entre el público general más allá de los cada vez más segmentados y diminutos círculos independientes.
En ‘Hackshaw Ridge’, titulada en España con el demasiado explícito título de ‘Hasta el último hombre’, Andrew Garfield interpreta a Desmond Doss, médico de combate y objetor de conciencia durante la Segunda Guerra Mundial, quien sintiéndose profundamente patriota decidió alistarse tras el ataque japonés a Pearl Harbour pero sin dejar atrás sus convicciones religiosas, adheridas a la iglesia adventista del séptimo día y que le iban a impedir portar un arma por su adhesión a la no violencia.
La película comienza en las montañas Blue Ridge de Virginia y termina en Okinawa, dividiéndose en tres partes muy diferenciadas. Una primera, con una tópica y típica historia de amor, en la que Garfield conoce y enamora a la que será su esposa Dorothy, interpretada por Teresa Palmer. A continuación, Desmond se enfrenta a los poderes militares del acuartelamiento donde sigue su entrenamiento en su empeño de servir sin portar armas de fuego. Por último, la gran prueba de superación personal para el protagonista, al realizar una hazaña para la Historia que ya la promoción de la película se ha encargado de dar a conocer.
En un principio, la película podría parecer un caballo de Troya para dejar en shock a espectadores despistados si no fuera porque Gibson está convencido de lo que cuenta y se identifica en igual medida con el protagonista santurrón que con las ratas que se comen la cara de los cadáveres putrefactos amontonados. A la vez es una película oscarizable de superación personal y en muchos momentos muy cercana al cine ultragore francés, y lo mejor es que esta complicada mezcla está contada desde la convicción personal y no es un mecanismo postmoderno para epatar.
En la parte central de la película tenemos un beso romántico con música emotiva y un atardecer bonito, y cinco minutos después estamos viendo a un soldado corriendo y disparando mientras usa como escudo el torso desmembrado de un compañero que va soltando vísceras a cada paso. Como en aquel plano de ‘Los Señores del Acero’ (Paul Verhoeven, 1985) con el beso romántico bajo el cuerpo podrido de un ahorcado, pero sin el humor del director holandés. Al final Gibson y Verhoeven se parecen más de lo que al segundo le gustaría, solo que uno es autoconsciente y el otro no. Toda la secuencia inicial en Okinawa está más cerca del infierno de Dante que de ‘Salvar al Soldado Ryan’ (Steven Spielberg, 1988), con la que en mi opinión tiene menos puntos en común de lo que en un principio podría parecer.
Si la película falla no es por sus excesos, sino por la forma de tratar al personaje como un superhéroe sin aristas, lo cual la convierte en un mero espectáculo previsible y funcional (como ya lo eran sus anteriores películas, ‘Apocalypto’ y especialmente ‘La Pasión de Cristo’). Puede que todo lo que cuenta sea verdad, para eso está la Historia y los innumerables libros y documentales para quienes deseen profundizar, pero la forma de contarlo hace que al final casi no te lo creas, incluso que en alguna ocasión a algún espectador se le escape una risa involuntaria al observar el peculiar escudo con el que se protege un soldado o la inesperada patada voladora a la granada.
Y sin embargo, algo hay que la ha convertido en una de las mejores películas del año pasado. Quizá el hecho de que sea deudora de la excelente ‘Gallipolli’ (Peter Weir, 1981), película protagonizada por un jovencísimo Mel Gibson en Australia, o quizá por el ansia del propio Gibson de redimirse después de 10 años sin dirigir y tras el escándalo de sus declaraciones sobre los judíos. Lo que sí es cierto es que el público y la Academia de Hollywood están en el camino de volver a aceptarle tras las seis nominaciones a los premios Oscar.